sábado, 30 de julio de 2016

El truco del diablo. Franquismo sociológico

El mejor truco del franquismo es convencernos de que no existe y (casi) de que no ha sido lo que fue.

Las encuestas callejeras que presentan algunas veces las cadenas de televisión carecen en absoluto de rigor. Por la escasez de la muestra, pero también por la selección de las respuestas que con seguridad hacen el entrevistador o sus superiores. Sin embargo, no nos resultan en absoluto chocantes: reflejan muy bien lo que opina e ignora la calle.

Esto revela que, generaciones después del golpe de estado de los cuatro generales ("Franco, Sanjurjo, Mola y Queipo de Llano"), las nuevas generaciones no saben prácticamente nada de la historia pasada, y buena parte de las anteriores no quieren recordar ni transmitir lo que en buena parte han reescrito en la memoria.

¿Habrá que repetir que el verdadero origen de nuestro sistema de gobierno no es la Inmaculada Transición, sino que se remonta a ochenta años atrás?
 
(y los más de cincuenta siguientes...)

Rebelión

Decía Kevin Spacey en Sospechosos habituales que el mejor truco del diablo fue convencer al mundo de que no existía. Algo así parece que sucede en nuestro país con Franco. El pasado 18 de julio se cumplieron 80 años del golpe de Estado que terminó con la ilusión de la realidad Republicana en España, esa que retrató Orwell en los primeros días de su estancia en Barcelona en Homenaje a Cataluña. Resulta curioso la indiferencia con la que se ha pasado por alto este hecho en nuestro país o, en el peor de los casos, lo que más ha llamado la atención ha sido algún enaltecimiento del golpe de militar por parte de algún representante político y debates televisivos a mayor honra del dictador. Era lo que se podría esperar si tenemos en cuenta los monumentos, calles y demás honores que tienen en nuestras ciudades los golpistas, mientras sus víctimas no logran en el descanso en las cunetas de todo el territorio nacional. Este tipo de cuestiones, simplemente, no serían permitidas en cualquier democracia. Pero esto es España.

Hay que referirse a un país en el que los 40 años de terrible represión de dictadura franquista son aceptados de forma más o menos amplia, sin el más mínimo reproche social. Todos podemos conocer en nuestro entorno a alguna persona que legitime de forma velada (y muchas veces explícita) el golpe militar del 36, pero, eso sí, no acepta que se le llame descriptivamente facha. En su defensa siempre hablan de las atrocidades que cometieron ambos bandos en la guerra civil, haciendo un planteamiento falso que omite el levantamiento contra el orden republicano constitucionalmente establecido y la represión posterior a la guerra. Igualmente hemos vivido alguna historia familiar que se tiene oculta, que cuando se habla sobre ella aparece un silencio incómodo, casi vergonzoso, que indica que eso no debe tratarse, que ya pasó y debe olvidarse. Lo observamos a diario. “Yo no soy fascista, soy patriota”, “Es que la República era un caos”, “Con Franco en España se vivía bien”, “Hablar de memoria histórica es reabrir heridas”… y un largo número de frases cuyo único objetivo es dar una imagen suavizada de los que fue una cruel dictadura que asesinó a miles de personas. Pasar página, pelillos a la mar.

Incluso en el ámbito académico al régimen franquista se le define como autoritario no como totalitario, queriendo, de esta manera, atenuar el grado de crudeza de la dictadura española. Fueron 40 años de franquismo que marcaron profundamente la idiosincrasia, la actitud y los comportamientos políticos que calaron en una generación, que se trasladó a las siguientes y que perviven en la actualidad. Es lo que se ha denominado franquismo sociológico, un hecho de tolerancia social por el que se aceptan los comportamientos fascistas como algo no especialmente malo, que, unido a una élite proveniente del régimen que protagonizó el cambio de régimen sin perder el poder económico, político y mediático, lideraron una transición gatopardista que sirviera para asegurar su posición privilegiada, es lo que nos ha conducido hasta la situación de nuestros días.

Cuando el PSOE llegó al poder en el 82 Alfonso Guerra dijo que “A España no la va a conocer ni la madre que la parió”. Pasados cerca de 40 años de democracia en España, a día de hoy, no sólo no ha cambiado sino que las diferencias sociales se han agrandando y se ha profundizado en la división del pueblo. Una España como la de Los Santos Inocentes pero con Smartphones.

Porque la clase dominante, antes apoyando a Franco y ahora demócrata de toda la vida pero siempre manejando los hilos del poder, ha impuesto su discurso ideológico y el relato de su historia. Así, en este paradigma las clases no existen, son un invento de la izquierda trasnochada. Porque, en todo caso, se admite la existencia de una gran clase media con aires de grandeza que repudia su propio origen. Porque ha sido generalizado el convencimiento de que una persona que tiene un bar con dos camareros contratados y trabajando 14 horas diarias es un empresario (un emprendedor) y, por tanto, tiene más en común con la idea de empresario tipo Florentino Pérez que con su vecino reponedor en el Carrefour, con el inmigrante marroquí que se cruza todos los días camino del trabajo y vino a España a buscarse un futuro mejor o con los jóvenes que abarrotan las oficinas de (des)empleo buscando acceder en unas condiciones dignas al mercado laboral. Se cree que sus intereses de clase están más próximos a los empresarios simplemente porque puede financiarse a plazos un viaje de vacaciones con su familia a la Riviera Maya. Y además hemos llegado a esta situación por convencimiento propio. Se dice que no hay nada más estúpido que un obrero de derechas, a lo que yo añado de derechas sí, pero además convencido y contento.

Ese es el error. Negar la existencia y la permanencia de esa élite proveniente del franquismo en el poder, rechazar los lazos comunes que tenemos y que conforman la conciencia e intereses colectivos y de solidaridad de la ciudadanía como base de la estructura social, admitir el franquismo como un mal menor en nuestra historia y convencernos del argumento falaz de que en esta injusta y desigual sociedad todos tenemos las mismas oportunidades. La reparación de la memoria histórica, recordando todo lo acontecido y poniendo en valor el honor de los ajusticiados por el régimen franquista, es la base sobre la que reconstruir construir nuestra democracia, no es un acto de revanchismo guerracivilista, sino de justicia. Negarla es aceptar el truco del diablo.

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