viernes, 4 de marzo de 2016

Tiempo y mudanza

Como el autor de este artículo, con toda seguridad tengo más vida detrás de mí que la que me pueda quedar por delante. De las seis "salidas" que propone, desde la niñez opté por la última, sin que eso me produzca especial tristeza ni añoranza.

Pero de ahí a la ataraxia hay un largo trecho. Porque aunque algunas religiones lo pretendan, es imposible despojarse de deseos y pasiones que no siempre tienen una meta de logro personal.

Por ejemplo, hay un deseo de hacer, de llenar el tiempo con actividades apreciadas, sea por sí mismas y el goce que puedan producir, sea por el valor que se les concede. Pero esto es inseparable de una escala de valores; en parte, socialmente aprendida, en parte, construida.

También amamos a personas y querríamos, no ya conservarlas para nosotros, sino para que existan aun sin nosotros. Y con esas personas, sus entornos, sus culturas y los bienes que ellas aprecian. Ensanchando el círculo acaba entrando toda nuestra especie y la naturaleza entera.

Dentro de esa escala de valores, apreciamos también cosas, y de nuevo no es siempre para poseerlas, sino por el simple hecho de que existan.

Si bien se mira, queremos dejar una huella, queremos que nuestra obra perdure, incluso sin que se nos recuerde personalmente. Lo que yo he apreciado, lo que he logrado, lo que pueda haber creado, que lo aprecien y lo tengan otros, aunque mi recuerdo se pierda en el olvido, que se perderá sin duda.

Eróstrato y todos los eróstratos que, por sus buenas o malas obras, quieren ser recordados para siempre, tienen perdida la guerra. Incluso aunque se recuerde su nombre, no significará nada. Tal vez incluso sea un nombre falso. ¿Qué más da? los impostores, como los héroes, pasarán, y nunca "para siempre", convertidos en imágenes de cartón.

Nuestra sociedad, abocada a destruir todo lo que toca, transforma en residuos digeridos lo que sucesivamente va creando, y eso es lo que duele. En este punto, algunos nos volvemos conservadores, en el mejor sentido de la palabra. Sobre todo, conservadores de cosas que valoramos.

Parar el tiempo, al menos este tiempo, es lo que nos queda. No el tiempo imparable de nuestra vida, pero sí el de un mundo que estamos destruyendo.

Un inciso de ahora mismo (mientras escribía esto me acaban de avisar) sobre esa destrucción creadora (¿de qué?) que es la obsolescencia programada:
La impresora que utilizo tiene ya algunos años, pero funcionaba a la perfección. Hasta que de pronto dejó de admitir el papel. Al intentar repararla, me dicen que no es posible, porque tiene dos piñones rotos. No hay repuestos. Una avería de algunos céntimos sirve para que se haya fabricado ya (estaba previsto) una impresora nueva, y producido residuos inservibles en cantidad equivalente. Y mientras, los recursos disponibles menguan a toda prisa. Pero eso no (les) importa.
Tengo la seguridad de que estaba planificado que esas piezas se rompieran pasado el ciclo de vida que el fabricante concedía a la máquina. Y que en ese tiempo se dejaran de fabricar los recambios. Y que yo "necesite" una impresora.
Henry Ford estudió la vida útil de las piezas de un automóvil para no gastar inútilmente material. El tiempo de vida de todas ellas debía ser semejante para no malgastar las que sobrevivieran. De ese modo se aseguraba la adquisición de un automóvil nuevo.
Ahora es peor: para adquirir una máquina nueva basta con que alguna pieza vital se rompa. Para tirar con el resto.

Parece que dan "lo no venido por pasado". No ya en cuanto a las vidas personales, fáciles de amortizar, sino en la vida de la sociedad y del planeta entero

Algunos queremos transformar para desplegar potencialidades, no para destruir la vida. La vida, no "mi vida" que ya debo dar por acabada y es lo único en que he de acertar con seguridad.


Eso sí, esta certeza no me da ninguna pena, aunque mucho aprecie la vida mientras dure.


El instante suspendido

Rebelión

Vivimos tiempos permanentemente amenazados por el cam­bio. Cuando hemos tomado cariño por algo, se esfuma, desapa­rece o muere. Nada hay duradero. Mejor dicho, nunca hasta ahora hemos debido estar tan preparados para perder lo que amamos y esforzar­nos en conservarlo. Si no lo hacemos así, si no pone­mos voluntad y medios el vendaval de la trepidante vida actual lo barrerá. El cam­bio por el cambio, el vértigo, lo fugaz, lo transitorio, lo efí­mero, lo relampagueante, lo destelleante, el ahora... es lo que cuenta. Atrás queda el placer de lo invariable y el de la paciencia como virtud práctica y diná­mica (real­mente, como virtud queda atrás todo cuanto fue virtud). Es lo instantáneo, el chispazo, eso que carece de fases y de procesos que empiezan en el germen, pasa al desarrollo y termina en la madurez, lo que se busca y los in­tereses creados lo atizan.

Se desdeña lo duradero, eso prolongado en el tiempo; lo evi­terno, eso que tuvo principio pero no tendrá fin; lo intemporal, eso que está fuera del tiempo; y lo eterno, eso que carece de un antes y de un después. Conceptos, los cuatro, con fuerte carga filosófica, escolástica, física y metafísica. Lo infinito, no si­quiera tiene ya sen­tido en la cosmología; se ha descartado. Lo que me pregunto es por qué ya nada se busca como el oro que da valor al dinero. Sin duda el marco de los bits que nos en­vuelve, influye poderosa­mente en el desdén al saber que el cam­bio, la "actualización" inexo­rable nos acechan. La necesi­dad, o el capricho -carezco de opinión al respecto- de actuali­zarlo todo remueve hasta las pie­dras. Hasta el cambio climá­tico, con la carga de consecuencias ne­fastas para el planeta y para la Humanidad, se une al festival. Sin embargo, ¿qué es el “tiempo"? Un misterio sin realidad propia y om­nipotente, una condición del mundo de los fenómenos, un mo­vimiento mezclado y unido a la existencia de los cuerpos en el espa­cio y a su movimiento. Pero ¿habría tiempo si no hubiese mo­vimiento? ¿Habría movimiento si no hubiese tiempo? ¿Es el tiempo fun­ción del espacio? ¿O es lo contrario? ¿Son ambos una misma cosa? El tiempo es activo, produce. ¿Qué produce? Pro­duce el cambio. El ahora no es el entonces, el aquí no es el allí, pues en­tre ambas cosas existe siempre el movimiento...

Así es cómo, de un mundo mensurable, concéntrico y apolí­neo, de las estrellas fijas, hemos pasado a otro desconcentrado, a so­cie­dades en las que todo pasa en un abrir y cerrar de ojos y todo se hace vetusto de un día para otro. Admiramos la pirámi­des, la Acró­polis de Atenas, el Coliseo de Roma, el Acueducto de Sego­via... pero no hay la menor intención de que nada de lo que se cons­truye, se fabrica y se vive perdure. Y sin embargo, lo que no cambia, oh paradoja, en la misma proporción, al me­nos en la socie­dad occidental y menos aún en España, es la índole, la condi­ción del individuo acaparadora, ventajista, men­daz, manipuladora, patológicamente obstinada en el abuso....

Todo esto me parece tiene importancia al efecto de las expectativas que nos incumben sobre todo a quienes nos queda de vida una pequeña parte del tiempo vivido. Y a su propósito, las especulacio­nes y conjeturas (algunas de las que desembo­can unas veces en simple postulado y otras en afirmación categó­rica o en cre­encia firme) acerca del destino del ser humano y de los demás seres vivos una vez marchitada por fuera y por dentro la masa corpórea, se amontonan desde la no­che de los tiempos. Pero como la mayoría de los seres pensan­tes (aunque no todos) precisan aquie­tar una natural curiosidad y el deseo (seguramente inducido) de persistencia y de inmortali­dad, de vida a toda costa y sea como sea la idea de vida, las inteligencias incipientes de los humanos elabo­raron y die­ron desde muy pronto en la historia de la humani­dad distin­tas respuestas a guisa de "solución" para satisfacer esa cu­riosi­dad y aplacar su sed de perdurabilidad. Así, y según esa inten­ción, lo que se nos propone para después de la muerte física en las culturas que engloban a la mayor parte de la población del mundo, es una de estas seis "salidas":
1- un paraíso, o lugar utópico donde el ser alcanza la felicidad plena y eterna;
2- una reencarnación en que la esencia individual de las perso­nas (alma, conciencia o energía) adopta un cuerpo material no solo una vez sino varias según va muriendo;
3- un renacimiento del mismo ser, sin conocimiento ni conscien­cia del trance, con dos posibles interpretaciones: de una vida a otra, o de un momento a otro durante esta vida;
4- una metempsicosis, que no involucra al ser real en el cam­bio de estado o nivel y el individuo puede encarnar en minera­les, ve­getales o animales;
5- una tansmigración o peregrinación o cambio de estado o ni­vel que excluye la idea de un retorno a un estado o nivel pa­sado; 
6- una extinción definitiva y sin vestigios, ni del cuerpo ni del espí­ritu, ni del alma, ni de la conciencia... 
Como se comprende, esta enumeración de posibilidades por un lado no responde al numerus clausus y por otro son optativas. Si bien la decisión individual viene condicionada por potentes facto­res varios: desde la cultura determinante de una mentali­dad o la mentalidad determinante de la cultura en que el indivi­duo ha ido desarrollando su intelecto y su sensibilidad, hasta la personalidad intrínseca del individuo que, superando y trascen­diendo cultura o mentalidad, por su propio impulso adopta una de las seis.

Así las cosas y en todo caso, pese a vivir sobrecogidos por el cam­bio y el torbellino del cambio, lo que sí perdura es la necesi­dad de perdurar del ser (del yo, cualquiera que sea la forma), la ne­cesidad de ser inmortal es aunque nos transforme­mos en un infu­sorio que, dadas ciertas enseñanzas, todo podría ser... Esa nece­sidad sigue preponderando en toda la sociedad humana, aun­que ciertamente atenuada dicha en los últimos tiem­pos por la debili­dad de la creencia, por el auge de las ideo­logías y por el re­ino definitivo de lo que desde siempre se ha en­tendido como sen­tido común.

Sea como fuere, el hombre y la mujer fáusticos siguen an­siando no dejar de existir, aunque sea a través de una atractiva metamorfo­sis. Lo eterno, lo inacabable, lo absoluto, lo infinito, lo duradero... siguen siendo, sotto voce, la vocación del individuo común. La cuestión es que, si respondiendo por lo ge­neral al ata­vismo de estas ideas transmitido a sus genes o si superado el ata­vismo, podrá razonar con la lógica formal de que disponemos, o no, su preferencia y determinación. Sobre todo si tenemos en cuenta el diseño mental y la pasión por lo fu­gaz que se ha adue­ñado de la sociedad postmoderna.

Por todo ello opino que la última de las opciones enumeradas, esto es, la extinción definitiva, a la que se resiste el humano con el denuedo del ser indefenso, del débil, del temeroso que "necesita" creer, es la que mejor se adecúa a los parámetros del presente mile­nio. Pues si, por un chispazo del espíritu trasla­dado al inte­lecto asumimos la idea de la dualidad y de paso la idea de la alter­nativa que acompaña a la mayoría de inteleccio­nes y pre-senti­mientos, aún me parece más propio quedarse con esta posibilidad alternativa, práctica, racional e idealista al mismo tiempo: o no hay nada después de la muerte, o hay algo mejor cuya naturaleza, por el mismo propósito catártico que re­busca este razonamiento, debiéramos renunciar a descifrar.

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