viernes, 30 de enero de 2015

Desencanto

Un artículo de Manuel Cruz en El País y otro de Constantino Bértolo en Mundo Obrero llaman la atención sobre dos circunstancias que dificultan la salida de la atonía social. Ambas conducen al mismo punto: el desencanto, que se traduce en pasividad, justo cuando ésta es el peor proceder.
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Reflexiona Manuel Cruz sobre el hecho habitual de que los ciudadanos dejen de justificar sus preferencias electorales en términos programáticos, manifestando su acuerdo con una determinada propuesta de medidas o con el modelo de sociedad que consideran deseable, para pasar a hacerlo en términos casi exclusivamente personales, poniendo sus esperanzas en personas que  “les inspiran confianza”, “parecen honrados”, “ transmiten ilusión”...

Planteadas las cosas en términos personales y descalificando luego en sumarios términos moralistas, se corre el serio riesgo de que tales argumentos acaben volviéndose, como un bumerán, contra quienes los lanzaron. De ahí la debilidad del argumento, que tantas veces  desemboca en un inefectivo "y tú más". Al final, si "todos son iguales", es imposible cambiar nada.

En el pasado se confiaba el voto a un partido por los ideales que postulaba y por las políticas que proponía. La decepción ante el comportamiento de un candidato no alteraba las convicciones. Era la decepción por un incumplimiento programático que, como mucho, movía a exigir la sustitución de quien hubiera faltado a sus promesas por alguien dispuesto a cumplirlas.

Pero la decepción personalizada adoptará un carácter muy diferente al análisis abiertamente politizado, y se presentará en términos de desencanto. Denuncia el autor esta desafección como un recurso cómodo de quienes están poco dispuestos al compromiso fuerte y hallan así una justificación de apariencia convincente que legitime su desvinculación de un proyecto que antes apoyaron.
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El artículo de Constantino Bértolo, más concreto en su análisis político, apunta al mismo riesgo. Es al sistema (ya no hace falta ponerle adjetivos) al que hay que apuntar, repolitizando la argumentación, porque en caso contrario, los árboles de la corrupción nos impedirán ver el bosque de la política.

El humo no es causa, sino efecto. Los extintores contra incendios lo expresan claramente en sus instrucciones: "diríjase el chorro a la base de las llamas".



El desencanto que viene

 

Las fuerzas políticas alientan entre los ciudadanos un compromiso con los candidatos y no con los proyectos. Este vínculo débil es una invitación a que los votantes caigan en la frustración a la menor contrariedad


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La decepción no afectará esta vez a la democracia, sino a la confianza en regenerarla

En efecto, la espectacularización de la vida pública ha consagrado el desplazamiento de la atención de la ciudadanía desde las políticas a los políticos. Se ha convertido en completamente habitual que los ciudadanos hayan dejado de justificar sus preferencias electorales en términos propiamente programáticos, esto es, manifestando su acuerdo con una determinada propuesta de medidas o con el modelo de sociedad que consideran deseable, para pasar a hacerlo en términos casi exclusivamente personales, tales como “X me inspira confianza”, “Y parece honrado”, “Z transmite ilusión” y similares.

Semejante desplazamiento, lejos de constituir un signo de nuestro tiempo irrelevante, banal o exento de conclusiones, merece ser considerado como una auténtica bomba de efectos retardados. Hacer descansar el peso de la propia opción política en una dimensión subjetiva, convirtiendo la participación en lo colectivo en mero consumo de los valores personales que expresan los políticos, implica consagrar una idea del compromiso de los ciudadanos con la cosa pública extremadamente frágil y vulnerable. Si comparamos este tipo de vínculo con el que era más habitual hasta hace no tanto, se comprenderá mejor lo que estoy intentando señalar.

Al elector que en el pasado confiaba su voto a un determinado partido por los ideales globales que postulaba y por las políticas concretas que proponía, la hipotética frustración ante el comportamiento de un determinado candidato al que había apoyado no le llevaba a alterar sus convencimientos de fondo. La consideraba una mera decepción por un incumplimiento programático que, como mucho, le movía a exigir la sustitución de quien hubiera faltado a sus promesas por alguien que sí estuviera dispuesto a cumplirlas.

Pero cuando las cosas se plantean en términos personales (subsumiendo, como dije, la política en los políticos) y, por añadidura, se descalifica a todos ellos en sumarios términos moralistas (por su condición de casta, por ejemplo), se corre el serio riesgo de que tales argumentos acaben volviéndose, como un bumerán, contra quienes tan a la ligera los lanzaron. El eco obtenido en las últimas semanas por el goteo de noticias que daban cuenta de determinadas contradicciones personales de algunos de estos políticos emergentes constituye, al margen de la evidente intencionalidad política de las presuntas denuncias, un serio aviso del tipo de efectos a que acaba dando lugar una determinada lógica discursiva.

Quienes se apoyan en el personalismo corren el peligro de ser sus primeras víctimas

Porque en el instante en el que esta otra decepción personalizada se produzca, de manera necesaria habrá de adoptar un carácter muy diferente al abiertamente politizado que acabamos de comentar, y se presentará en unos términos que a algunos habrán de resultarles lejanamente familiares, esto es, en términos de desencanto. Esta específica forma de desafección respecto a lo político siempre fue un recurso cómodo para ciudadanos poco dispuestos a un compromiso político fuerte y, por tanto, necesitados de una justificación de apariencia convincente que legitimara la rápida desvinculación de su apoyo anterior a un determinado proyecto (el término se puso de moda a partir del estreno ¡en 1976! de la película de Jaime Chávarri del mismo nombre, cuando tan poco había de lo que estar desencantado).

Por añadidura, la apelación al desencanto parece orlar a quien la plantea de una dimensión ética, de una expectativa ilusionada de honradez, de cuya frustración el político presuntamente nuevo sería por definición el absoluto responsable. La argumentación es, sin duda, falaz y constituye un obsceno ejercicio de ventajismo moral por parte de quienes se acogen a ella. Pero tal vez más importante que denunciar tales razonamientos sea dejar constancia de la responsabilidad de las fuerzas políticas que en el fondo los están alentando con sus actitudes y sus discursos.

El desencanto que viene no será, como el original (el de la Transición), respecto a la democracia misma, sino respecto a las promesas de regenerarla empezando desde cero y, sobre todo, respecto a quienes se presentan hoy como los únicos en condiciones de cumplir tan virginal promesa. Porque los mismos que han planteado su proyecto en términos fuertemente personalistas y vaporosamente políticos corren el peligro de acabar siendo víctimas del tipo de vínculo que, con tales actitudes, habrán establecido con los ciudadanos. Un vínculo débil y volátil en extremo, basado en la sintonía emocional y carente de contenidos teórico-políticos definidos (a fin de cuentas, afirmar, como gustan de hacer algunos en los últimos tiempos, que lo importante no son las etiquetas ideológicas —“recurso de trileros”, acabamos de saber— sino resolver los problemas de la gente, está asombrosamente cerca del tan denostado en su momento “gato negro, gato blanco, lo importante es que cace ratones”). Un vínculo incapaz de soportar la menor contrariedad de lo real. En suma, toda una invitación a sus propios votantes para que, a las primeras de cambio, abandonen el barco de la presunta ilusión por la escotilla de emergencia del desencanto.
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La función de una fuerza revolucionaria no debería residir tanto en condenar la catadura moral de corruptos y corruptores como en entender y hacer entender las causas políticas que están detrás. 


La corrupción lleva infinitos disfraces

Frank Herbert

Estamos en tiempos de indignación, de escándalo moral, de patio de Monipodio y de pícaros mil y sinvergüenzas ni te digo. El paisaje se nos ha llenado de cohechos, prevaricaciones, de mirar para otro lado, de dineros opacos o de poner el cazo y otros gestos convenientes. España parece estar en estado de procedimiento judicial, y de un mundo feliz de presuntos inocentes hemos pasado a una democracia de presuntos culpables. Los teóricos del asunto discuten acerca de si la corrupción es epidemia reciente, si el virus viene de atrás o si ocurre simplemente que el trasvase de competencias urbanísticas a los ayuntamientos puso a hervir el caldo de cultivo con el derrame consiguiente. No faltan incluso cínicos que afirman que la corrupción no deja de ser una forma positiva de distribución de la riqueza y hay quien señala que si ahora se le da tanto aire y luz es porque el Capital nuestro de cada día necesita “recortar” también los altos niveles de corrupción para reapropiarse de esos dos o tres puntos de la tasa de ganancia que contabilizaba como gastos de gestión y relaciones públicas. Sea por lo que sea lo que es evidente que la corrupción es hoy el tema que más preocupa en España. Nada de extraño pues que sobre ella volquemos nuestra mirada.
 
Entiendo sin embargo que no sería bueno que la corrupción no nos deje ver ni el bosque, es decir, el capitalismo rampante y sus matorrales, ni la tierra sobre la que crece y asienta: la propiedad privada de los medios de producción.

(...)
 
Porque corromper, al fin y al cabo y según el diccionario de la RAE, consiste en alterar y trastocar la forma de algo y eso en definitiva es lo que hace el Capital: trastocarnos en mercancía sometiéndonos a las leyes de un mercado que determina y fija nuestro valor de uso y vida según sea nuestra capacidad para incrementar las plusvalías de los que tienen el poder y la propiedad de decidir a quién sí y a quién no se les concede el llamado derecho al trabajo. Y porque lo que nosotros, los comunistas y las comunistas, no debemos olvidar hoy (ni ayer ni mañana) es que ese sometimiento es el hecho económico y político que nos corroe, marca, limita y corrompe. Sabemos que es necesario acabar con esa masa de corrupciones ilegales que nos insultan y atropellan, pero también sabemos que es necesario dar cuenta clara de esas otras corrupciones legales que de manera natural y cotidiana se desprenden del simple proceder del sistema

(...)

La indignación moral está justificada y sin duda rasgarse las vestiduras es una táctica electoral eficiente, pero, aún en coyunturas como la actual en la que el horizonte electoral cercano ofrece una relevancia política que va más allá de lo cuantitativo, la función de una fuerza revolucionaria no debería residir tanto en condenar la catadura moral de corruptos y corruptores como en entender y hacer entender las causas políticas que están detrás de esas conductas o las relaciones sociales viciadas que hacen que la corrupción sea parte constituyente del capitalismo. Y si bien el momento político nos pide disponer energías y esfuerzos en la construcción de un proceso constituyente de cambio y transformación democrática, tampoco parece prudente olvidar que esa reclamación implica también la exigencia de una combativa política destituyente que acabe con toda forma posible, legal o ilegal, de corrupción y sometimiento.

jueves, 29 de enero de 2015

Las bifurcaciones y el caos.

A lo largo del tiempo de vida de este blog, me he esforzado en diferenciar los procesos reversibles de los irreversibles, y en mostrar que cuanto más desequilibrio hay en un sistema los cambios son más rápidos y más caóticos. En los procesos caóticos, a diferencia de los ordenados y predecibles, pequeños cambios en las condiciones iniciales pueden conducir a enormes diferencias en los resultados finales. Como no sabemos cual puede ser el resultado de las decisiones que tomemos, hay que ser muy consciente de ellas. 

Este suele ser el mensaje que continuamente nos lanza Wallerstein. El futuro no está escrito, y depende de todos y cada uno de nosotros. Cada decisión es importante.

Porque, como deja claro el autor, el sistema se cae y ya no se puede parchear más. Entramos en una nueva fase llena de turbulencias.

Pero así es la historia.

El caos de la imagen aún se puede retrotraer a un estado anterior...


















...éste ya no: el proceso fue "demasiado rápido"



















Es doloroso vivir en medio del caos

La Jornada


El sistema-mundo está en serios problemas y está ocasionando malestar a la vasta mayoría de la población mundial. Los expertos y los políticos se aferran a un clavo ardiendo. Magnifican cada ocurrencia de las leves mejoras momentáneas, por lo común transitorias, de las varias medidas que estamos acostumbrados a utilizar.

En el lapso de más o menos un mes, de pronto se nos puede decir, al ir terminando el año calendario, que el mercado se veía mucho mejor en Estados Unidos, pese a haberse visto peor en Europa, Rusia, China, Brasil y otros muchos lugares. Pero conforme arribó el nuevo año hubo una seria caída en los precios de acciones y bonos en Estados Unidos. Fue ésta una voltereta rápida y marcada. Por supuesto, de inmediato los expertos dieron explicaciones, pero ofrecieron una amplia gama de ellas.

La cuestión real en cualquier caso no son los precios de los bonos o acciones en algún país. Es el panorama del sistema-mundo como un todo, que no me parece que se mire muy bien. Para nada. Comencemos con el principal indicador utilizado por los pensadores del establishment –las tasas de crecimiento.

Por tasas de crecimiento tendemos a querer decir precios en la bolsa de valores. Por supuesto, como sabemos y es obvio, muchas cuestiones diferentes a una mejora en la economía pueden conducir a una alza en los precios de la bolsa: primero que nada, la especulación. La especulación se ha vuelto tan fácil y está tan incrustada en las actividades diarias de los grandes operadores en el mercado mundial que hemos comenzado a asumir que esto no es sólo normal, sino más o menos deseable. En cualquier caso, tendemos a argumentar que no hay nada que alguien pueda hacer para detenerlos, si quisiéramos hacerlo. Esta última suposición es probablemente correcta, lo que justo es el problema.

En mi opinión, el único indicador que mide el bienestar de la economía-mundo y el bienestar de la vasta mayoría de la población mundial es el de las tasas de empleo. Hasta donde logro entender, el desempleo ha sido anormalmente alto por algún tiempo, si se mira el mundo como un todo. Es más, la tasa ha ido subiendo constante (no descendiendo) durante los últimos 30 o 40 años. Lo mejor que parecemos poder anticipar es que la tasa se estabilizará donde está. Revertir la tendencia no parece probable. Por supuesto, si uno mide las tasas de empleo país por país, éstas varían y oscilan. Pero a nivel mundial, la tasa de desempleo ha estado subiendo regularmente. La realidad es que hemos estado viviendo en medio de un sistema-mundo que oscila salvaje, y esto es muy doloroso. Las tasas de empleo no son las únicas tasas que oscilan. Sólo miden la más inmediata fuente de malestar. Las tasas de cambio entre divisas importantes pueden ser también una fuente visible de malestar para muchas personas de todos los niveles de ingreso. Hasta el momento, el dólar crece con rapidez vis-à-vis casi todas las otras divisas. Una tasa de cambio al alza favorece importaciones baratas y baja la inflación. Pero afecta a los exportadores, como ya sabemos, y pone en riesgo la deflación de más largo plazo.

Los costos de la energía también oscilan salvajes. El ejemplo más obvio es el petróleo. El precio estaba al principio en marcada subida por todo el mundo durante casi todo 2014, lo que brindó enormes ingresos y poder político a los países que eran productores (y a los Estados en América del Norte que eran productores). Luego, parece que de repente, se dijo que hubo una superabundancia en el mercado, y los precios de la energía comenzaron a catapultarse hacia abajo hasta un nivel bastante bajo. Aquellas estructuras políticas que habían aprovechado de la subida, ahora tuvieron que enfrentar un aumento en deuda soberana y ciudadanos infelices.

Con toda seguridad, hay un factor político involucrado en estos alocados vaivenes. Pero se ha sobredimensionado la capacidad, de aun los grandes productores como Arabia Saudita o Texas, para afectar los vaivenes en los precios. Estos vaivenes son como tornados que destrozan casas en su camino. En el proceso, las instituciones bancarias que le habían apostado a la dirección de los precios (en cualquier sentido) se encontraron en problemas radicales, y sin un respaldo garantizado de sus gobiernos.

Las alianzas geopolíticas son casi tan inestables como el mercado. Estados Unidos ha perdido su incuestionable hegemonía del sistema-mundo y nos hemos movido a un mundo multipolar. La decadencia estadunidense no comenzó recientemente, sino en 1968. Durante mucho tiempo fue una decadencia lenta, pero se hizo precipitada después de 2003, como resultado del desastroso intento de revertir la decadencia invadiendo Irak.

Nuestro mundo multipolar cuenta con 10-12 potencias con fuerza suficiente como para emprender políticas relativamente autónomas. No obstante, entre 10 y 12 es un número demasiado grande como para que alguna de ellas esté segura de que sus puntos de vista prevalecerán. El resultado es que estas potencias están barajando alianzas constantemente con tal de no verse desplazadas por las maniobras de las otras.

Muchas decisiones geopolíticas (si no es que casi todas) son imposibles de controlar, aun por los poderes más fuertes, porque no hay buenas opciones disponibles. Miren lo que está ocurriendo en la Unión Europea. Grecia está por celebrar elecciones, en las que parece que Syriza, el partido anti-austeridad, puede ganar. La política de Syriza es exigir una revisión de las medidas de austeridad impuestas a Grecia por una coalición de Alemania, Francia, el Fondo Monetario Internacional e indirectamente el Departamento del Tesoro estadunidense. Syriza dice que no quiere abandonar el euro y que no lo va a hacer.

Alemania dice que no será chantajeado por Grecia para alterar su política. ¿Chantajeado? ¿Puede la pequeña Grecia chantajear a Alemania? En un sentido los alemanes tienen razón. Con Syriza los griegos van a estar jugando bola ruda. La zona del euro no tiene previsiones acordadas ni para la retirada ni para la expulsión. Si las fuertes potencias intentan expulsar a Grecia de la zona del euro, un gran número de países pueden apresurarse a una retirada por buenas o malas razones.

Muy pronto la zona del euro podría no existir ya, y Alemania sería el perdedor individual más grande. Así, desde el punto de vista de Alemania (y de Francia), las exigencias de los griegos son una propuesta donde todos pierden. Hasta el momento Alemania mantiene su postura pero ha suavizado la amenaza de expulsión. Francia ha dicho que está contra la expulsión. Esto sirve a los objetivos de Syriza. Que en particular Alemania pierda sin importar que postura escoja ahora es una de las consecuencias políticas del caos.

El sistema-mundo se está autodestruyendo. El sistema-mundo se encuentra en lo que los científicos de la complejidad llaman una bifurcación. Éste significa que el sistema actual no puede sobrevivir, y que la real cuestión es qué lo reemplazará. Aunque no podemos predecir qué clase de nuevo sistema emergerá, podemos afectar la decisión entre las alternativas sustantivas disponibles. Pero sólo podemos esperar hacerlo mediante un análisis realista de los vaivenes caóticos existentes sin esconder nuestros esfuerzos políticos tras espejismos acerca de reformar el sistema existente o mediante intentos deliberados por ofuscar nuestro entendimiento.

martes, 27 de enero de 2015

Democracia de iguales


El catedrático de Ciencia Política Fernando Vallespín escribe esto en el diario El País. 

Este periódico, y no es el único que lo hace, suele conceder algún espacio a opiniones críticas con el sistema en que sobrenada cómodamente, siempre que esas opiniones no expliciten compromisos políticos concretos. Inteligente política que, cual hoja de parra, trata de encubrir su línea editorial y las crónicas tendenciosas de sus corresponsales, dando al medio un toque de ecuanimidad.

Lo que más me interesa destacar de este artículo es el resumen de conclusiones del libro de Piketty, mostrando cómo, en ausencia de un crecimiento ya imposible, la recuperación de la tasa de ganancia sólo puede hacerse con el incremento de la desigualdad, pues el sistema, como un obeso en huelga de hambre, necesita devorar sus propia reservas, que en este caso son el trabajo humano y el de la naturaleza.

Contra esto, la propuesta es situar en primer plano la justicia, entendida como redistribución. Y como las asimetrías de la riqueza son también asimetrías de poder, esa redistribución debe incluir al poder. Libertad e igualdad son las dos caras de un mismo ideal, el ideal democrático, en el que hay que enmarcar los temas identitarios, y no al revés.

Eso requiere, en contra de los defensores del sistema, reconocer que lo que éste considera democracia es una mercancía averiada. "La llaman democracia y no lo es", porque la democracia, como la amistad, solo puede desarrollarse plenamente entre iguales.


Cuando la riqueza campa a sus anchas

 

La transigencia con la injusticia se ha convertido en uno de los problemas centrales de nuestro tiempo. Es imperativo buscar respuestas políticas y superar el retórico e indignado clamor que produce la situación actual.


A comienzos de los años setenta, uno de los temas centrales de las ciencias sociales fue el de la igualdad. Todo el mundo empezó a discutirlo con fruición a partir de una obra central de la filosofía moral y política del siglo pasado, la Teoría de la justicia (1971) de John Rawls. La aparición de Thatcher y Reagan y la consiguiente hegemonía neoliberal contribuyeron a agudizar el debate, aunque poco a poco, como resultado de toda una serie de críticas comunitaristas a Rawls, se produjo un giro en la reflexión. El problema dejó de ser la igualdad, y casi toda la energía académica pasó a concentrarse sobre la diferencia. Por decirlo en términos popularizados por N. Fraser, se pasó así del “paradigma de la distribución” al “paradigma del reconocimiento”, y los departamentos universitarios se llenaron de jóvenes ansiosos por desentrañar el multiculturalismo, el feminismo, los derechos de los pueblos indígenas, los nacionalismos y un largo etcétera. Ahí se centró también la discusión pública mundial.

Mientras tanto, la caída de los regímenes de socialismo de Estado, la internacionalización de la economía y las nuevas tecnologías provocaron enseguida un demencial capitalismo de casino. Pero los teóricos seguían erre que erre haciendo su trabajo sobre la “política de la identidad”, solo que ahora trasladada al mundo de la globalización. No es que estos estudios carecieran de importancia, el problema es que los otros, los que advertían sobre la aparición de nuevas formas de desigualdad económica, pasaron a un segundo plano.

La crisis económica supuso el gran despertar a esta realidad desdeñada. Y la política, reducida a su mero papel de gestora de un sistema que ya no controla, hubo de enfrentarse a la indignación de sectores ciudadanos que se encontraron con que compartían su soberanía formal con otra fáctica ostentada por los mercados, los nuevos amos. “Hayek había vencido a Keynes” (W. Streeck). Y la nueva agitación política se centró en sacar a la luz esta contradicción: superados ciertos límites, la ecuación de desigualdad y democracia se convierte en un oxímoron.

Todo lo relacionado con la equidad solo podrá ser zanjado mediante la deliberación democrática

Estábamos en esas cuando hizo su aparición estelar El capital en el siglo XXI de Piketty, que puso negro sobre blanco el actual estado de cosas. Y lo hizo de la única forma en la que en estos nuevos tiempos suele presentarse cualquier “relato”, a partir de la cuantificación estadística. Sus conclusiones principales son bien conocidas, pero conviene detenerse en algunas de ellas. Las que aquí me interesan son las siguientes. 
1. La lógica asimétrica entre rendimientos del capital y crecimiento económico, la famosa fórmula r>g. 

2. La nueva revolución tecnológica no proporciona un incremento de la productividad similar al de la anterior revolución industrial o, lo que es lo mismo, el crecimiento económico de este siglo es inferior al de épocas anteriores. En parte también por el menor aumento de la población y por el poco espacio que queda para catch-up desde menores niveles de desarrollo, excepto en las economías emergentes. 

3. Como consecuencia de 1. y 2., y en ausencia de mecanismos políticos correctores, los titulares del capital se van quedando con una parte cada vez más amplia de un pastel que ya apenas crece

4. Por la desaparición de dichos ajustes políticos, capital y riqueza han destronado claramente al trabajo en importancia e influencia política y económica. El tan cacareado tránsito de capitalismo a meritocracia es un mito, la herencia sigue superando al talento como criterio distributivo. 

Y 5., todo lo anterior conduce a una contradicción central entre la promesa de igualdad de la democracia y una realidad capitalista marcada por una desigualdad económica radical, que clama por la introducción de nuevas medidas de política fiscal en el espacio global. No se ha producido una democratización del poder y la riqueza.
El aspecto de la obra de Piketty que tuvo más impacto fue la parte empírica, el sorprendente arsenal de datos aportados para sostener sus tesis, o si es viable o no el impuesto global a la riqueza que propone. Más desapercibido ha pasado lo que impulsó a este autor a emprender su magna investigación, el problema de la equidad. Como él mismo ha reconocido, lo que le motivó a indagar sobre la desigualdad es la justicia. El escrutinio que hace de la desigualdad es a partir de un ideal normativo, la necesidad de que las distinciones sociales sólo puedan “fundarse en la utilidad común”, como dice el art. 1 de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789 con el que abre el libro. Por tanto, Rawls y Piketty se tienden la mano y pueden leerse ahora de forma complementaria, aunque el primero hubiera preferido cambiar “utilidad” por “preservación de la igual dignidad de todos”. La primera frase de la Teoría de la Justicia de Rawls es bien elocuente: “La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales”, que prevalece sobre otras como la eficacia o la estabilidad.

La obra del francés le hubiera entusiasmado a Rawls, aunque también le hubiera puesto los pelos de punta. Le habrían encantado sus firmes convicciones normativas; y lo que le habría horrorizado es la situación de un mundo en el que la riqueza campa a sus anchas. Rawls propugnaba que, idealmente, el grupo de los menos aventajados tuviera una especie de derecho de veto sobre la distribución de los recursos sociales; su acceso a un mayor bienestar debía ser el punto de referencia para justificar la desigualdad. En la práctica nos encontramos, sin embargo, con que dicho derecho de veto lo poseen quienes más tienen. En eso consiste, en definitiva, el reconocimiento de que las decisiones políticas nacionales deben ajustarse a los criterios dictados por los mercados.

Como vemos en Grecia, lo único que no parece ser discutible es el orden del sistema económico

Es cierto que Rawls escribió su teoría en medio de los Gloriosos Treinta, en pleno pacto social-democrático, mientras que la indagación de Piketty parte ya de las condiciones de una sociedad globalizada, y como buen economista no puede dejar de combinar justicia con utilidad. Pero en unos momentos en los que el filósofo es expulsado de la ciudad para entronizar en ella al estadístico, es refrescante toparnos con alguien con capacidad de valerse de los datos para incorporarlos a un cuerpo conceptual más amplio y facilitar así la colaboración interdisciplinar. La tolerabilidad de la injusticia se ha convertido en uno de los problemas centrales de nuestro tiempo, y se hace imperativo poder reflexionar sobre ella más allá de la pura cuantificación o del retórico clamor y la indignación por la actual distribución de la riqueza. Oscilamos entre el cálculo y la emocionalidad, pero ¿dónde dejamos la razonabilidad, lo cualitativo, la capacidad para conformar un juicio adecuado de cuanto nos rodea, la ponderación de esos mismos datos dentro de un orden de sentido?

Con todo, el asunto no es sólo de índole teórica o empírica. El propio Piketty reconoce que las cuestiones que tienen que ver con la justicia sólo podrán ser zanjadas mediante la deliberación democrática y la confrontación política. O sea, por los ciudadanos, no por filósofos, economistas o estadísticos, aunque cuanto más nos vayan desbrozando el campo para esta discusión imprescindible tanto mejor. El problema es que, como hoy vemos en Grecia, lo único que no parece ser discutible son las pautas básicas del orden sobre las que se sostiene el sistema económico, que goza de una gran capacidad de chantaje. Las asimetrías de riqueza son también asimetrías de poder nos dice Piketty. Rawls lo hubiera formulado de otra manera: libertad e igualdad son las dos caras de un mismo ideal, el ideal democrático.

Estábamos en esas cuando los atentados de Charlie Hebdo y el reverdecer de los nacionalismos han vuelto a arrojarnos a la prioridad de la política de la identidad, amenazando con desplazar de nuevo la discusión sobre la justicia social a un segundo plano. Hay que insistir en evitarlo, entre otras razones, porque, en el fondo, ambos paradigmas se sustentan sobre un sustrato común: la falta de respeto y el reconocimiento. En unos casos debido a la marginación social económica, en otros por diferencias identitarias, o por un entrelazamiento de las dos. No nos queda otra que buscarle una solución a ambas.

domingo, 25 de enero de 2015

Puntos de no retorno y la metáfora del Titanic

Explicar la situación objetiva de este período histórico es complicado, sobre todo para que sea útil, fomentando prácticas individuales y colectivas que eviten lo peor.

Por un lado, fuertes intereses se oponen a cambios socioeconómicos ineludibles. No solamente grupos privilegiados, sino las clases medias, que mayoritariamente, desean la vuelta imposible a una situación definitivamente pasada.

Porque el hedonismo en que nos hemos (nos han) instalado prefiere un sueño placentero a un despertar inquietante.

Por otra parte, la inercia social hace difícil cambiar las rutinas habituales. La metáfora del Titanic es pertinente, como se explica más abajo.

Aunque haya un punto de no retorno, es incierto el momento en que "ya es tarde". Pero si es o no tarde es un dilema falso. Puede ser tarde para algunas cosas, pero no para otras. Cada vez es más difícil evitar un final catastrófico, pero todavía se pueden eludir las peores consecuencias. No hay un único "momento de no retorno" sino varios escalonados, cada uno menos favorable que el anterior.

Jorge Riechmann, muy consciente de ello, trata de convencer a un tiempo de la gravedad del problema y de la posibilidad y necesidad de hacerle frente.

Afirma que, en las sociedades contemporáneas, “la velocidad se ha convertido en una suerte de enfermedad cultural, cuya destructividad de conjunto se nos escapa”. “También en ello hay un elemento de dominación”, agrega, por eso “ir despacio es contrahegemónico”. 

A la hora de analizar la realidad, Riechmann rehúye el autoengaño y los falsos consuelos, los idealismos bobalicones y las irreales esperanzas. “Si estamos de verdad en una situación catastrófica –y lo estamos-, tratar de analizarla no es un discurso catastrofista, sino un ejercicio de realismo”. Sin incurrir en el desánimo, los motivos de las luchas ecologistas de hace cincuenta años ya no están abiertas. “La revolución (ecologista y feminista) tendríamos que haberla hecho ayer”. 

(Claro que el pánico es receta segura para el desastre, y el pesar por lo no hecho no debería anular lo que falta por hacer, añado yo)

Enric Llopis lo entrevista.


Rebelión
(...)

Si estamos de verdad en una situación catastrófica -y lo estamos-, tratar de analizarla no es discurso catastrofista sino un ejercicio de realismo. Me gustaría luego desarrollar una analogía interesante, la del choque del gran buque transatlántico Titanic contra el iceberg.

Mucha gente cree que los movimientos ecologistas (y otros movimientos sociales de supervivencia y emancipación) tienen sobre todo un problema de discurso, de comunicación: “hablando del colapso no se liga”, apuntando a la crisis ecológica no se ganan votos. Creo que el fondo de nuestros problemas no es comunicativo (aunque haya que tomarse en serio la comunicación): está más bien en las duras realidades contra las que chocamos (la fenomenal masa de poder que tenemos enfrente, y la dinámica productivo-destructiva del capitalismo). No creo que tengamos ya tiempo para alterar sustancialmente estas duras realidades en los perentorios plazos que son los del Siglo de la Gran Prueba (así titulé un libro publicado el año pasado).

(...)

¿Esto resulta desmoralizador? Mi límite es el respeto a la verdad. Si creyera en una “necesaria, difícil, pero posible, transición a la Sostenibilidad” con mayúsculas (como me decía estos días Daniel Gil Pérez, un profesor de la Universitat de Valencia que lleva mucho tiempo trabajando sobre estas cuestiones), lo plantearía en esos términos. Pero me parece que esa trayectoria histórica ya no está a nuestro alcance. Lo argumento en un libro, Autoconstrucción, ahora en imprenta (Catarata). También ahí me esfuerzo en indicar pistas para la acción colectiva y vías para evitar el desánimo: pero ya no pueden ser, creo, las mismas que indicaba yo hace veinte años, o diez. El capítulo primero de ese libro se titula “La revolución (ecosocialista y ecofeminista) tendríamos que haberla hecho ayer”. 

(...)

Colapso, dicho en pocas palabras, significa una reducción rápida de la complejidad social, una disminución del trasiego de energía y de materiales, fenómenos de des-diferenciación... Esto es algo que no sería necesariamente muy negativo en ciertas circunstancias sociales y materiales: las sociedades muy igualitarias y muy resilientes podrán responder mucho mejor a los colapsos que vienen. Esto ya indica dos vías muy importantes de re-construcción y auto-construcción social para hoy mismo.  

(...)

Creo que ésa es nuestra situación ahora: aún no hemos visto del todo el iceberg, desde luego la mayoría de la tripulación y el pasaje no lo han visto, y sin embargo ya no podremos evitar el naufragio. Ahora bien, ¡eso no quiere decir que no podamos hacer nada! Cabe todavía maniobrar para que, por ejemplo, el choque sea algo menos dañino y eso nos deje más tiempo para desalojar el barco. Y cabe emplear ese tiempo para organizar mejor el salvamento. Recordemos que el Titanic histórico sólo llevaba botes salvavidas para 1178 pasajeros, ¡poco más de la mitad de los que iban a bordo en su viaje inaugural y un tercio de su capacidad tota! (En el hundimiento murieron 1514 personas de las 2223 que iban a bordo, estratificadas por clases sociales.) Con tiempo suficiente, podemos construir más botes o balsas salvavidas, a partir de otras estructuras del barco que va a hundirse…

Hay otro aspecto en este paralelismo que quiero destacar –tiene que ver con los problemas de comunicación que evocábamos antes. En un naufragio, hay que evitar causar pánico, o poner en marcha los resortes peores de la interacción humana (la lucha por los recursos escasos, por ejemplo). Si alguien grita “¡estamos hundiéndonos, sálvese quien pueda!” según en qué momentos del proceso, puede provocar estampidas que arruinarán las posibilidades de todos los náufragos, o de la mayoría. Tenemos por delante un camino difícil: se trata de comunicar responsablemente la gravedad de la situación, sin por ello inducir al desánimo o a las reacciones insolidarias.

(...)

En una encuesta llamada “Perspectivas de futuro de la sociedad”, realizada en diciembre de 2013 (a una muestra de 1.200 españoles y españolas mayores de 18 años), Ernest García, Mercedes Martínez Iglesias y otros investigadores de la Universitat de València preguntaban si el calentamiento climático, el “pico” del petróleo o los problemas con los otros combustibles fósiles (carbón y gas natural) podían llevar a dificultades en el abastecimiento de energía. Nueve de cada diez personas consideraba que sí. Pero la siguiente pregunta era si se opinaba que estas carencias energéticas podían traducirse en una merma en el crecimiento económico o en el bienestar, a lo que la gran mayoría de la gente respondía que no. Por tanto, podían fallar los combustibles fósiles y podía haber calentamiento climático, pero la economía seguiría creciendo y el bienestar aumentando. ¿Por qué creían eso? Confiaban en que o bien las energías renovables, o bien éstas más la energía nuclear, o bien estas dos más una tercera, que no se sabe cuál es pero ya está inventada, y que estas grandes corporaciones que conspiran contra el bien común sacarán al mercado cuando hiciera falta, evitarían la crisis energética. Lo cierto es que cuatro de cada cinco encuestados tenían esa confianza irracional en la técnica. Digo irracional porque si analizáramos la cuestión con la objetividad desapasionada del ingeniero, veríamos que ninguna de estas opciones nos resolverá los problemas…

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Hoy vamos hacia grandes discontinuidades históricas: el futuro no se parecerá al pasado –en los decenios próximos menos que nunca.

A corto plazo, advertimos perspectivas de descenso energético y crisis económica prolongada, con elevados niveles de paro y desprotección social. A escala planetaria, la hegemonía del neoliberalismo apenas ha sufrido quebranto. En este corto plazo la capacidad para emprender un cambio de modelo socioeconómico se diría muy limitada. Y las perspectivas de colapso civilizatorio no dejan de hacerse más reales y cercanas. Todo ello aconseja, en mi opinión, una estrategia compleja que incluiría, en primer lugar, prever oleadas de “depresión social” y desencanto e ir ingeniando formas de “vacunar” contra las mismas… En algunas dimensiones muy básicas de las luchas sociopolíticas no hay atajos. Y el fascismo va a ser –ojalá me equivoque— un peligro constantemente presente a lo largo de los decenios que vienen.

En segundo lugar, hemos de potenciar las iniciativas de construcción comunitaria a todos los niveles. Sin grandes avances en las dimensiones de igualdad, cooperación y cuidado resulta difícil imaginar buenas salidas a la crisis presente (o al menos, salidas no tan malas). Construir iniciativas comunitarias de base –siempre que logren esquivar los peligros del particularismo- resulta esencial en este horizonte incierto.

Y en tercer lugar, quizá deberíamos practicar una “estrategia dual”, en el sentido siguiente: por un lado, pelear con fuerza por las máximas cuotas posibles de poder institucional, para democratizar las instituciones (buscando esos avances en las dimensiones de igualdad, cooperación y cuidado). Pero al mismo tiempo, por otro lado, deberíamos no ilusionarnos demasiado con esas perspectivas institucionales y ser bien conscientes de los estrechos límites impuestos al ejercicio de ese poder, y los muchos condicionantes a que estará sometido; y propiciar entonces la “tolerancia” de esas nuevas autoridades electas para formas extensas de experimentación social poscapitalista autoorganizada desde abajo.

Digámoslo metafóricamente: igual que en la resistencia contra la guerra del Vietnam en los años sesenta se coreaba que hacían falta “dos, tres, muchos Vietnams”, nosotros quizá necesitáramos “diez, cien, mil Marinaledas”, tomando este municipio sevillano como modelo de construcción política, que nos propone formas de hacer, pensar y hablar muy diferentes a los de la mayoría social que nos rodea. “Diez, cien, mil Marinaledas” –pero con una dimensión ecológica y feminista mucho más marcada (y sin caer en la ingenuidad de pensar que la “Marinaleda realmente existente” sea una realidad ejemplar en todas sus dimensiones).

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Soy partidario de una reconstrucción cultural de largo alcance, que nos lleve a vivir bien en el mundo real que habitamos: el planeta Tierra, con todas sus posibilidades de florecimiento y todas sus constricciones. “Una humanidad justa en un planeta habitable” era el lema de la revista mientras tanto que fundaron Manuel Sacristán y Giulia Adinolfi. Hoy por hoy, en el segundo decenio del siglo XXI, la política y la economía dominantes siguen ignorando la segunda ley de la termodinámica –y eso nos está precipitando en un abismo…

El blog de Gail Tverberg se llama Our finite world. “Nuestro mundo es finito” debería ser la premisa básica de cualquier reflexión económica o política, pero la férrea ideología dominante sostiene férreamente lo contrario, y dice todo el tiempo: puesto que nuestro mundo es infinito…

No podemos olvidar la dimensión ecológico-social de la crisis civilizatoria, porque está en la base de todo lo demás. Si la política y la economía, en este segundo decenio del siglo XXI, siguen ignorando la segunda ley de la termodinámica, vamos a un abismo. No es hora sólo de reclamar derechos, sino también de asumir responsabilidades.

martes, 20 de enero de 2015

¿Qué clase de sostenibilidad?

Desde hace años tengo la sospecha (o más bien la certeza) de que las grandes corporaciones y sus estados vasallos no esconden la cabeza como el avestruz ante la insostenibilidad de sus políticas, sino que muy al contrario son bien conscientes de ellas, y juegan simultáneamente en diversos campos, desde el negacionismo climático a una cierta interpretación de la economía ecológica, desde el crecimiento sostenible a la austeridad imprescindible. Con la esperanza de ganar en alguno de estos terrenos la partida definitiva. O ir trampeando para retrasar la derrota final.

En algún centro de decisión tienen clara la estrategia de construir una sociedad ecológicamente sostenible, pero socialmente insostenible.

Y maniobran para hacer sostenible lo insostenible. A costa de "lo que haga falta". Tienen una ética para ellos mismos, que no creo que comparta Adela Cortina.

Adela Cortina es Catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia. Pertenece a la Comisión Nacional de Reproducción Humana Asistida y al Comité Asesor de Ética de la Investigación Científica y Tecnológica. En 2007 su obra "Ética de la razón cordial" fue ganadora del Premio Internacional de Ensayo Jovellanos, y nuevamente en el 2014 ha ganado otro premio, el nacional de ensayo con su trabajo ¿Para qué sirve realmente la ética?

Ha sido la primera mujer que ingresa en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

Es también directora de la Fundación ÉTNOR, Ética de los Negocios y las Organizaciones, así que  no es sospechosa de veleidades izquierdistas. Teniendo en cuenta que tampoco todas las organizaciones lo son de negocios, no me parece mal el intento de introducir, o intentar hacerlo, conceptos éticos en las empresas; que no siempre, ni para siempre, tienen que ser empresas capitalistas.


Aunque, como ella misma apunta en una entrevista, mezclar negocios y ética se parece a mezclar agua y aceite. Por dos razones: porque los escrúpulos y buenas intenciones de un empresario no pueden ponerse por encima de su propia sostenibilidad frente a otros que tales no tengan, y porque en medio de una moda de prestigio ético aparece la "responsabilidad social corporativa", muchas veces máscara de prestigio comercial, cuando no estrategia evasiva de impuestos.

Sobre esto último, otro artículo.

Dejo hablar a Adela.

El ERE que hace sostenible la empresa






















 
A menudo se aplica el adjetivo “sostenible” al desarrollo, sustituyendo la expresión “desarrollo humano”, que tanto ha costado aclarar, por “desarrollo sostenible”. Esto es, a mi juicio, un retroceso.

Después de la II Guerra Mundial el desarrollo de los pueblos se medía en términos de PIB, y fueron pioneros como Lebret, Goulet, ul Haq o Sen quienes recordaron que el auténtico desarrollo es desarrollo humano, que los pueblos están desarrollados cuando las personas cuentan con las capacidades suficientes para llevar adelante los planes de vida que elijan, no cuando les sobran mercancías. Que la pobreza es falta de libertad. Recurrir ahora al desarrollo sostenible introduce un margen de ambigüedad.


Cuando se quiere recortar gastos en una partida cabe siempre la coartada de decir que tal como está resulta insostenible y que es necesario introducir reformas para asegurar su sostenibilidad. Así ocurre con la sanidad, las pensiones, los salarios, la educación o la economía, con la dependencia o la ayuda a los vulnerables. Los recortes se hacen entonces en nombre de las generaciones futuras, cuando lo bien cierto es que es preciso atender a las generaciones presentes sin olvidar a las futuras. Lo que ocurre es que el término “sostenible” es muy opaco.

Nacido a comienzos del siglo XVIII en el campo de la economía, recibió el espaldarazo social en las reflexiones sobre el expolio de la naturaleza. El Informe Brundtland gestó la idea de desarrollo sostenible y la Cumbre de Río de 1992 se ocupó del tema recordando que los recursos de la Tierra son escasos y es necesario usarlos racionalmente, manteniendo sus condiciones de reproducción y pensando en las generaciones futuras. Este uso de la palabra se introdujo en la Carta de la Tierra, asumida por la UNESCO en 2003.

Es verdad que, además de la naturaleza, ya se incluían en la expresión la protección de los derechos humanos, la paz, la diversidad cultural, la justicia social y el fortalecimiento de la democracia. Pero el hecho de que la expresión se origine en la economía ecológica introduce siempre confusiones, porque no es lo mismo intentar que el uso de la naturaleza sea sostenible que construir una sociedad sostenible. En ese juego de la ambigüedad quienes desean manipular tienen las manos más libres.

Para que los recursos naturales sean sostenibles deben usarse por debajo del límite de su renovación. Si talamos un bosque, desaparece, pero si nos servimos de él por debajo de cierto límite, siempre hay madera disponible. Pero ¿qué sucede cuando se aplica esta medida a la protección de derechos humanos o a la democracia? ¿Cuál es el límite en la producción y distribución de recursos sanitarios, judiciales, educativos o de bienestar social, por debajo del cual es preciso situarse para hacer posible la renovación?

En los ochenta del siglo pasado se decía que el Estado debía propiciar a los ciudadanos un “mínimo razonable”, y que eso era lo justo. Pero la justicia parece estar perdiendo terreno frente a la sostenibilidad, que al parecer da más juego, pero es más confuso. Las personas no son bosques, no se puede hablar aquí de talar más o menos. Si se recorta tanto que se pone en peligro la vida digna de una parte de la generación presente, entramos en lo que se llamó en un tiempo “las elecciones crueles” entre las actuales generaciones y las por venir, que dejan las manos libres para actuar en la generación presente sin contar con criterios de justicia.

Una persona puede sacrificar algunas de sus aspiraciones para tener una vejez mejor, pero una sociedad no es una persona, sino un conjunto de personas, y son algunas de ellas las que deciden a quiénes se debe sacrificar. La elección es entonces cruel, pero no para quienes toman las decisiones, sino para los que sufren sus consecuencias.

Por eso en el caso de las sociedades es aconsejable sustituir el discurso de la sostenibilidad por el de la justicia, el del desarrollo sostenible por el del desarrollo humano y la sostenibilidad medioambiental. Y en vez de empeñarse en construir una economía o una sanidad sostenibles, en vez de hablar de pensiones o ayudas a la dependencia sostenibles, bregar para que sean justas.