martes, 4 de marzo de 2014

Todos al suelo: todos somos gilipollas

Hay que ver la polvareda que levantó en el patinillo Jordi Évole el 23 de febrero, con su reportaje falso y revelador. Revelaba y velaba. Y falsificaba.

Revelaba cosas ya reveladas, aunque nunca demostrables ante un tribunal, salvo, a título póstumo, el espectral de la Historia: porque las pruebas han desaparecido, o duermen un sueño de ¿cien? años. Pero a la Historia le bastan los indicios abrumadores.

Velaba a la vez la causa principal, que no era la defensa de la democracia frente al golpismo, sino la consolidación prevista de la monarquía, el bipartidismo y la "defensa de Occidente".

La verdadera falsificación no era la caricatura, pronto evidente. Ni Garci ni su Óscar de agradecimiento eran creíbles. Falsificaba el motivo, que no era el sentido de la responsabilidad del rey, el gobierno y otras comparsas oportunistas, sino consolidar un posfranquismo "blando", presentado como defensa de un franquismo "duro". El miedo obró el milagro. Agitar el espantajo bastó para apaciguar a cualquier díscolo.

Quedan en el aire muchas dudas, y algunas sí las desempolvó nuestro follonero amigo. Lo extraño de la falta de control de los medios, con un golpe retransmitido en directo, descontrol parcial de radios, prensa y televisión, ocupación del congreso, pero no de las comunicaciones radioeléctricas. Desde la "Técnica del golpe de estado" de Curzio Malaparte son prácticas de manual.

Dejo aquí algunos fragmentos publicados en Rebelión a raíz del programa de la Sexta, junto a la entrevista a un testigo privilegiado, el entonces capitán y hoy coronel Diego Camacho, además del vídeo de una conferencia suya.

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Armando B. Ginés

Nos toman el pelo todos los días y tragamos con las mentiras como si nada. Sin falsedades no podría mantenerse el tinglado capitalista. Y cuando nos mienten, pero acto seguido nos descubren la falsedad, clamamos al cielo. Estamos tan acostumbrados a las mistificaciones cotidianas de la realidad que no soportamos la verdad cruda y llana.

Hablamos de la polvareda que ha levantado Jordi Évole con su programa de ficción sobre los sucesos golpistas del 23F de 1981 en España, en el que jugaba con la tesis de que la asonada militar ultraderechista habría sido provocada a conciencia para fortalecer la democracia. En sentido estricto, se trata de un guión blando y políticamente correcto, otra cosa hubiera sido que la tesis de ficción defendida hubiese tomado a Juan Carlos de Borbón como protagonista estelar e instigador en la sombra del fallido golpe de Estado. Esta perspectiva sí hubiera sido valiente, habiéndose podido especular con la trama y sus derivaciones en los poderes financieros y la clase alta presuntamente responsables y avalistas del acontecimiento histórico relatado.

Évole y La Sexta no pueden ir tan lejos, sus límites, más allá de los temas tratados, se inscriben dentro del bipartidismo, con tendencia manifiesta al PSOE y una actitud crítica de estética alternativa muy posmoderna copiada de los eslóganes del movimiento 15M. Salvados y su director, a pesar de su audiencia masiva, simplemente se instalan en un nicho marginal que deja el régimen para que otras voces formalmente disidentes representen informativamente un amplio espectro de izquierdas desencantado con el sistema nacido en la transición posfranquista. Ese es su cometido: rellenar la ausencia de medios de comunicación de izquierdas y fijar a su potencial electorado en el interior del orden establecido...
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Évole y compañía
La estafa del 23F y la televisión de Estado
Mikel Angulo Tarancón


I

Que la televisión es un medio perverso, aliado del lucro y socio del poder, es un lugar común. Claro que no por ello el juicio es menos cierto. Tiene que ver con la idiosincrasia de los medios, con el signo bajo el que surgieron y se desarrollaron como tales. Uno desearía al punto que hubiera habido más cámaras dispuestas a rodar la guerra de Vietnam, la primera “televisada”, como se sabe. Uno desearía incluso que el conflicto por las colonias entre Estados Unidos y España hubiera gozado de una cobertura más amplia, con más Hearsts y más Pulitzers dispuestos a vendernos sus preciosos reportajes sobre el caso, incluido el famoso Maine, en una especie de adaptación del Nostromo de Conrad. En todo caso, haría falta sólo una pequeña cantidad de flashes y reporteros para convencernos de inmediato y mediante un simple relato de que la política colonialista persigue fines emancipadores y libertarios.

Pero en fin. Parece que Jordi Évole, reconocido por su labor periodística, ha venido a parar a este y no otro lugar común del mundo de los medios, y precisamente para reflexionar sobre el asunto: sobre el carácter paradójico de los medios de comunicación de masas. Paradójico por lo siguiente: porque por un lado puede dar cabida a una cierta mentira y, por el otro, porque jamás abarca toda la verdad. Pues bien: hay quien dirá que esa es, no obstante, la constante de todo conocimiento humano, de su estructura misma y de sus límites. Y en efecto, pero solamente si se parte de la suposición previa de que existen mentiras y verdades y ya está, es decir, de que existen tanto los relatos falsos como los veraces, pero nada más. En lo que nos concierne, tenemos que vérnoslas, no obstante, con la ficción: un relato que no aspira a ser una mentira, sino que se conforma con insinuar una verdad, una verdad posible.

(...)

II

De alguna manera, la emisión del falso documental revela una sofisticación artística y un gusto muy refinado por la crítica de la política historiográfica, es cierto. Tiene todas las trazas de la ironía propia del extracto más sutil de un panfleto anti-ideológico y polémico. Pero a pesar de todo, hay que imaginarse una intención bastante débil de fondo, y probablemente truncada. ¿Por qué? Pues porque el ejercicio periodístico de Évole incorpora al discurso usos a su vez ideológicos. Es el caso del término “democracia”. ¿Qué uso se hace del mismo? Sería interesante, de hecho, reflexionar sobre el peso y la envergadura de la palabra, sobre todo en los círculos de tensión política del Estado y, por qué no, también de la Unión Europea, en cuya defensa se enarbolan tantas y tantas banderas, hasta el punto de que ya no hay sitio para más. El uso que se hace de la “democracia” no es menos interesado que el que se hace de la “Constitución”, y en cierto modo viene a apestar de igual manera.

Tan basto y crudo uso de “lo constitucional”, de ese sagrado símbolo de todo y de nada, consigue enervar sin lugar a dudas a la audiencia, avergonzarla o, mejor dicho, “indignarla”. Toda una serie de apariciones televisivas patéticas y despreciables muestra la infinita frivolidad y el entusiasmo con que se emplea el concepto, sin reparar en sus implicaciones inmediatas, por parte de la clase política. Ni siquiera es ya ortodoxia, dicho uso: es simple y llano abuso. Y queda claro con ello que “en lo que llevamos de democracia” se ha abusado con unánime furor de la Constitución, de esa “norma suprema del ordenamiento jurídico del Reino de España”; en realidad, no es sino el fetiche predilecto del Estado, esto es, aquello que parece estar dotado de vida propia, y que hace que las relaciones entre hombres parezcan relaciones entre cosas, cuando es a la inversa.


(...)


Ahora bien, faltaría tan sólo saber qué papel juega en el conjunto del metraje ese debate posterior, a cuatro bandas, entre Évole, Iñaki Gabilondo, el ex-ministro de Defensa bajo el gobierno de Aznar Eduardo Serra y Garbiñe Biurrun, presidenta de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco. Deberíamos preguntarnos, sin reparos, a qué se debe la discusión, qué objetivo la impulsa, qué finalidad persigue el moderador de la cháchara, que parece ser Évole. Porque es obvio que el enemigo a las puertas es un determinado representante del pasado inmediato, vicario del mal y de la muerte. De semblante grosero y furibundo, es seguro que no hay un solo telespectador, por joven o inconsciente que sea, que no haya dado al instante con tan funesta presencia.

III

Pero podemos decirlo ya de manera abierta y sin escrúpulos: el moderador invisible, la mano que mueve las fichas del tablero, no es ningún periodista, ni ningún artista, ni ningún sujeto movido por inclinaciones sociales o de clase. No puede ser tan difícil dar con ello: salta a la vista. Es la arbitrariedad de un juego inútil, de una mesa en ruinas y exenta de vida. Con la gracia y el desparpajo con que dos computadoras se enfrentan en una partida de ajedrez, así se desenvuelve este debate; y si es que existe alguna conciencia superior y guía del mismo, entonces no es la de agente político alguno, sino aquella que la lógica del Estado de derecho impone. Un Estado para cuya perpetua parodia el fetiche de la Constitución es el garante último de ese sistema político y económico viciado, corrupto y de esencia autoritaria, que no de herencia. Un Estado que, de hecho, no es de derecho, y que además es retratado del revés.

Así pues, Serra, de mirada torva y reacia, haciendo las veces de rey negro por la gracia y los dones de la televisión; Biurrun, como la reina blanca, envuelta en un aura de victoria; y a ambos lados, frente a frente, la pareja feliz de mediadores, la perfecta síntesis crítica, autoconsciente y en gris de esos tonos tan claros, francos y dramáticos –esos son los actores de la auténtica, obscena farsa, no ya la del acontecimiento del 23F, sino de la llamada “democracia”. Quienes se hacen llamar superadores del régimen franquista, representantes de la opinión pública y de la nación españolas, subordinados a los intereses y el bien del pueblo, esos mismos dan pábulo al Estado en tanto que coquetean con la falacia de lo nuevo, y como abanderados de este ídolo, abren las puertas electorales a incursiones de tipo recurrente, tanto del afán ciego de Pablo Iglesias como del oportunismo de Ynestrillas.

En resumidas cuentas, mientras Gabilondo invoca el espíritu de la transición y Évole, por su parte, trata de ahuyentar su espectro, ¿qué hacemos los demás? Más que el falso documental, insistamos, lo que habría de analizarse es la modélica discusión siguiente. Lo ventajoso de un detallado análisis de la misma resultaría ser el desvelamiento de la autoridad del Estado como mera fachada, de tintes justos y legítimos, pero de instintos represivos y criminales. El llamado “experimento audiovisual” sobre el 23F perdería así relevancia frente a la vana contumacia de las partes, en una mesa donde, por desgracia, el mapa de coordenadas seguiría ausente, y el coraje crítico, polémico y verdaderamente subversivo brillaría igualmente por su ausencia.

La inepcia de la clase mediática española y su inherente incapacidad para reflejar las pulsiones transgresoras de ciertos sectores de la población queda perfectamente a las claras. Nadie pone en cuestión el escenario político-económico del Estado, de índole socialmente defectuosa, hostil al cambio y, por si fuera poco, deficitario y decadente. Nadie lo pone en duda. Se clama, con fervor, por un “proyecto común”, se apela continuamente a él con ahínco; pero no se indaga en qué constituye eso común, ni en qué hace de nosotros susceptibles de ser comunitarios. Esto parece quedar a expensas de una iniciativa privada, con lo que ello conlleva de contradictorio.

El terror de Estado y la absoluta sumisión del individuo a una improductiva y alienante política económica no salen a la luz. La emisión de la Sexta sólo aporta herramientas para un debate obsoleto, armas sin filo y palabras sin sentido. Se olvida que, por definición, el monopolio en el uso de la violencia lo posee el Estado, más allá de toda herencia autoritaria y toda transición de régimen; y se ignora por completo, además, que hay más formas de violencia que aquellas que el Estado ejerce. Ninguna contribución a la crítica del mercado, de ese Estado represor ni de sus instituciones más controvertidas y violentas. Nada, por lo tanto, que no se haya dicho antes en el editorial de cualquier periódico ni de cualquier revista que sea leído, como se dice, por leer.


(...)
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(...)

 ...vivimos en un mundo de engaño y autoengaño universal...

(...) 

Por eso el programa de Évole nos ha engañado con tanta facilidad, porque en una visión ex-post detectamos que se nos iban dando suficientes pistas para poder dudar. 

Pero aparte de esta ingenuidad existencial soportada en la soberbia de especie, lo que nos contaban resultaba verosímil viniendo de nuestra pinochesca clase política. ¿Por qué no nos iban a haber engañado una vez más? Y más en tratándose de darle a esta corona una legitimidad que nunca ha tenido, desde su juramento de fidelidad a los principios de la dictadura [...], y de su cooptación por el dictador, hasta nuestros días (aciagos para la corona) ¿Por qué no un nuevo esperpento ibérico? 

De los políticos de la partitocracia empresarial, hemos dicho, se puede esperar de todo menos que puedan decir una verdad completa (a medias muchas, que son muy efectivas en tratándose de justificación posterior), e incluso se puede esperar esa impasibilidad con la que convertidos en actores (lo hacían muy bien) contaban sus presuntas felonías con un desparpajo asombroso, sin la menor mala conciencia de haber engañado a todo el pueblo en momentos tan delicados. Hasta eso era verosímil. 

Pero la olla se ponía a presión y, como ya hemos mencionado, las redes sociales y los teléfonos hervían de indignación. Iba a pasar algo si esa verdad que estábamos engullendo estupefactos se hubiese consolidado. Fue un atrevido experimento, pero fácil de vehicular porque de alguna manera lo estábamos esperando (y lo seguimos haciendo pues como se dijo ni siquiera el Tribunal Supremo se atreve a desclasificar sus papeles, ¿quizás aparecerán algún día en WikiLeaks?) 

Y aunque las hojas de las altas selvas sigan cayendo, nosotros a porfía seguimos inmóviles en nuestros engaños. 

¿Será el 22 de marzo el principio del fin? 

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La entrevista radiofónica:

Verdades y mentiras sobre “operacion Palace” y el 23-F

 

La conferencia:


Conferencia en la facultad de sociología de Madrid sobre el 23-F

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