lunes, 21 de marzo de 2011

Patología de la ganancia y el planeta desechable

El artículo completo de Michael Parenti, en SinPermiso.


Algunos párrafos:

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Hace algunos años en Nueva Inglaterra, un grupo de ecologistas le preguntó a un ejecutivo cómo podía su empresa (una fábrica de papel) justificar el vertido de sus efluentes industriales crudos en un río cercano. El río, que le había tomado a la Madre Naturaleza siglos para crear era usado como fuente de agua potable, para pescar, para hacer canotaje y natación, en pocos años, la fábrica de papel lo había convertido en una cloaca a cielo abierto altamente tóxica.

El ejecutivo de la empresa se encogió de hombros y dijo que esa era la forma más rentable de eliminar los desechos de la fábrica. Si la empresa hubiera tenido que absorber el costo adicional de limpiar después de sí misma, no habría podido mantener su ventaja competitiva y hubiera quebrado o se habría mudado a un mercado laboral más barato, lo que habría resultado en la pérdida de puestos de trabajo para la economía local.

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Los propulsores del libre mercado tienen una profunda fe en el laissez-faire, porque es una fe que les beneficia. Esto significa que no son supervisados por el gobierno, ni tienen que rendir cuentas por los desastres ambientales que causan. Como ávido niños mimados, que en repetidas ocasiones han sido rescatados por el gobierno (¡que tal libre mercado!) para que puedan seguir asumiendo riesgos irresponsables, saqueando la tierra, envenenando los mares, enfermando comunidades, devastando regiones enteras, y embolsándose beneficios obscenos. 

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En efecto, la función de la empresa transnacional no es promover una ecología sana, sino extraer tanto valor del mundo natural como sea posible, incluso si esto significa tratar el medio ambiente como una fosa séptica. Este capitalismo corporativo en expansión y nuestra frágil ecología están en curso de colisión, tanto así que los sistemas de soporte de la delgada exosfera -la delgada capa de aire fresco, agua y tierra vegetal del planeta- están en peligro. 

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En un gran alejamiento de la ideología de libre mercado, la mayoría de las deseconomías de las grandes empresas son impuestas sobre la población en general, incluyendo los costes de la limpieza de desechos tóxicos, el costo del monitoreo de la producción, el coste de la eliminación de efluentes industriales (que compone 40 a 60 por ciento de las cargas tratadas por las plantas de alcantarillado municipales financiadas por los contribuyentes), el costo de desarrollar nuevas fuentes de agua (mientras que la industria y la agroindustria consume el 80 por ciento del suministro de agua de la nación cada día), y los costos de la atención médica por enfermedades causadas por toda la toxicidad creada. Después de transferir al gobierno muchas de estas deseconomías, el sector privado se jacta de su gran eficiencia, supuestamente superior a la del sector público. 

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La ganancia inmediata para uno mismo es una consideración mucho más convincente que una pérdida futura compartida por el público en general. Cada vez que usted conduce su automóvil, pone su necesidad inmediata de llegar a algún lugar por delante de la necesidad colectiva para evitar el envenenamiento del aire que todos respiramos. Lo mismo es válido con los grandes actores: el costo social de convertir un bosque en un desierto pesa poco en contra de la ganancia inmensa e inmediata que proviene de la cosecha de la madera que representa dinero en efectivo. Y siempre se puede racionalizar: hay muchísimos otros bosques para que la gente se pasee, no necesitan este; la sociedad necesita la madera; los leñadores necesitan los puestos de trabajo, y así sucesivamente. 

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A menudo se nos dice que debemos pensar en nuestros nietos, que serán las víctimas de todo esto (llamado que, normalmente, se hace en tono suplicante). Pero la mayoría de los jóvenes con los que converso en las universidades tienen dificultades para imaginar el mundo en el que sus inexistentes nietos vivirán en treinta o cuarenta años.

Debemos olvidarnos de estos llamados. No tenemos siglos o generaciones, ni siquiera décadas, antes de que los desastres estén sobre nosotros. La crisis ecológica no es una urgencia a distancia. La mayoría de quienes estamos vivos hoy probablemente no tendremos el lujo de decir "Après moi, le déluge" porque todavía estaremos aquí cuando empiece la catástrofe. Sabemos que esto es cierto, porque la crisis ecológica ya está actuando sobre nosotros con un efecto acelerado y agravado y que pronto será irreversible. 

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Es triste decirlo, el medio ambiente no puede defenderse por sí mismo. Depende de nosotros proteger lo que queda de él. Pero todos lo que los súper ricos quieren es continuar transformando la naturaleza viva en mercancías y las mercancías en capital muerto. Los inminentes desastres ecológicos no significan nada para los saqueadores corporativos ya que la naturaleza viva no tiene valor para ellos.

La riqueza es adictiva. La fortuna despierta el apetito por mayor fortuna. No hay fin a la cantidad de dinero que uno podría desear acumular, impulsado por la sagrada fama, la maldita hambre de oro. Así que los adictos al dinero cogen cada vez más para sí mismos, más de lo que se puede gastar en un millar de vidas de ilimitada indulgencia, impulsada por lo que empieza a parecerse a una patología obsesiva, una monomanía que borra toda consideración humana.

Los súper-ricos están más apegados a sus riquezas que a la Tierra en la que viven, más preocupados por el destino de su fortuna que por el destino de la humanidad, tan poseídos por su afán de lucro que no ven el desastre que se avecina. Hay una caricatura del New Yorker que muestra a un ejecutivo corporativo hablando en una reunión de negocios: "Y así, mientras que el escenario del fin del mundo estará lleno de horrores inimaginables, creemos que el período de pre-fin estará lleno de oportunidades de lucro". 

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Imaginemos ahora que estamos todos dentro de un gran autobús a toda velocidad por un camino que se dirige hacia una caída fatal en un profundo barranco. ¿Qué harían nuestros adictos a las ganancias? Estarían corriendo de arriba a abajo del pasillo, vendiendo cojines y cinturones de seguridad a precios exorbitantes. Ya estaban preparados para esta oportunidad de venta. 

Tenemos que levantarnos de nuestros asientos, y colocarlos bajo la supervisión de adultos, correr al frente del autobús, botar al conductor, agarrar el volante, frenar el autobús y darle la vuelta. No es fácil, pero quizá todavía sea posible. Para mí, ese es un sueño recurrente.

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