martes, 29 de marzo de 2011

Los cangrejos corren por la isla (II)


II
La isla era circular, como un plato vuelto hacia abajo, con una pequeña bahía en el norte, precisamente donde desembarcamos. La bordeaba una playa de arena de unos cincuenta metros de ancho. A continuación de la franja de arena empezaba una meseta de poca altura con un matorral bajo y reseco por el calor.
El diámetro de la isla no pasaba de tres kilómetros.
En el mapa había unas señales con lápiz rojo: unas a lo largo de la playa, otras en el interior.
- Lo que vamos a sacar ahora tenemos que distribuirlo por estos lugares - dijo Cookling.
- ¿Qué es esto? ¿Instrumentos de medición?
- No - dijo el ingeniero y se echó a reír. Tenía la exasperante costumbre de reírse cuando alguien ignoraba lo que él sabía.
El tercer cajón pesaba terriblemente. Supuse que contenía una maciza máquina. Cuando saltaron las primeras tablas, poco me faltó para gritar de asombro. Del mismo se deslizaron y cayeron planchas y barras metálicas de diversas dimensiones y formas. El cajón estaba repleto de piezas metálicas.
- ¡Como si tuviéramos que jugar al rompecabezas de cubos! - exclamé sacando los pesados lingotes: paralelepipédicos, cúbicos, circulares y esféricos.
- ¡Quiá! - contestó Cookling y la emprendió con el siguiente cajón.
El cajón número cuatro y todos los siguientes, hasta el noveno inclusive, estaban llenos de lo mismo: piezas metálicas.
Estas piezas eran de tres clases: grises, rojas y plateadas. Sin dificultad determiné que eran de hierro, cobre y zinc.
Cuando iba a emprenderla con el décimo y último cajón Cookling dijo:
- Este lo abriremos cuando hayamos distribuido las piezas por la isla
Los tres días siguientes los invertimos en distribuir el metal por la isla. Las piezas las poníamos en pequeños montones. Unos, sobre la arena, otros, por indicación del ingeniero, los enterrábamos. En unos montones había barras metálicas de todas clases, en otros, sólo de una clase.
Cuando terminamos con todo esto, volvimos a la tienda de campaña y nos acercamos al cajón número diez.
- Ábralo, pero con cuidado - ordenó Cookling.
Este cajón era mucho más ligero que los otros y de menor dimensión.
En él había serrín bien apisonado y, en medio, un paquete envuelto en fieltro y en papel encerado. Desenvolvimos el paquete.
Lo que apareció ante nosotros era un aparato de forma rara.
A primera vista parecía un gran juguete metálico para niños, semejante a un cangrejo de mar. Sin embargo esto no era un cangrejo común y corriente. Además de las seis patas articuladas, llevaba delante dos pares más de finos brazos-tentáculos, cuyos extremos estaban escondidos en el entreabierto «hocico» del horroroso animal. En una concavidad del dorso del cangrejo brillaba un pequeño espejo parabólico de metal pulido con un cristal rojo oscuro en el centro. Adiferencia de los cangrejos, éste tenía dos pares de ojos, uno delante y otro detrás.
Durante largo rato estuve mirando perplejo este bicho.
- ¿Le gusta? - me preguntó Cookling después de un largo silencio.
Yo me encogí de hombros.
- Parece que en realidad no hemos venido aquí más que a jugar con rompecabezas de cubos y juguetes de niños.
- Esto es un juguete peligroso - pronunció con presunción Cookling -. Ahora lo va a ver. Levántelo y póngalo en la arena.
El cangrejo resultó ligero, de no más de tres kilogramos.
En la arena se mantuvo con bastante estabilidad.
- Bueno, ¿y qué más? - le pregunté irónicamente al ingeniero.
- Esperemos un poco, que se caliente.
Nos sentamos en la arena y nos pusimos a observar el monstruo metálico. Al cabo de unos dos minutos observé que el espejito de la espalda giraba lentamente hacia el sol.
- ¡Oh, parece que se anima! - exclamé y me levanté. Cuando me puse de pie, mi sombra cayó casualmente en el mecanismo y el cangrejo, de súbito, empezó a caminar con sus patas y salió otra vez al sol. De lo inesperado que fue, di un enorme brinco echándome a un lado.
- ¡Vaya con el juguete! - rió a carcajadas Cookling -. ¿Qué, se ha asustado?
Yo me sequé el sudor de la frente.
- Dígame, por favor, Cookling, ¿qué vamos a hacer aquí? ¿Para qué hemos venido?
Cookling también se levantó y acercándoseme dijo ya seriamente:
- A comprobar la teoría de Darwin.
- Pero, si eso es una teoría biológica, teoría de la selección natural, de la evolución, etc... - musité.
- Precisamente. A propósito, mire, nuestro héroe va a beber agua.
Yo estaba anonadado. El juguete se acercó a la orilla y dejando caer una pequeña trampa absorbía agua. Una vez saciado, volvió otra vez al sol y se quedó inmóvil.
Miré esta pequeña máquina y sentí una mezcla de repugnancia y miedo hacia ella. Por un instante me pareció que el torpe cangrejo recordaba en algo al mismo Cookling.
Después de cierta pausa le pregunté al ingeniero: - ¿Esto lo ha inventado usted?
- Ajá - casi mugió asintiendo, y se echó en la arena.
Yo también me eché y, callado, clavé la mirada en el extraño aparato, que parecía inanimado.
Me arrastré de bruces hacia el aparato y empecé a observarlo. 

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