miércoles, 2 de marzo de 2011

El espacio dentro del tiempo (IX)

SOBRE LA SAGA/FUGA DE J.B.

Los dos ríos son descritos como dos esencias antitéticas. Uno de aguas lentas, densas y profundas; atractivo y siniestro, invita al suicidio; su niebla es espesa y gris. El otro rápido y alborotado, de aguas transparentes y ligeras; invita a la aventura; su niebla es ocre y húmeda.

Baralla abajo marcharán los J.B. hacia el mar, hasta un mítico Lugar Más Allá de las Islas, donde el Círculo de las Aguas Oscuras y Tranquilas los acogerá hasta su vuelta redentora.

La ciudad, por lo tanto, nos es presentada como un lugar relacionado con el mar, pero se trata de una relación ilusoria y soñada. Es una ciudad ensimismada, para la que toda relación real con el exterior es dolorosa. De la ciudad rival, enemigo sempiterno, Villasanta de la Estrella, llega siempre la represión, motivada en el fondo por su oscuro interés en controlar el comercio de las exquisitas lampreas del Mendo. De un lejano Madrid viene la Administración, representada por los godos, con el Poncio como su máxima figura. Pero en el mismo Madrid todos ignoran la existencia de Castroforte, salvo en una covachuela administrativa, la Sección de Dispersos Centralizados, que con toda precisión se sitúa en la calle de Fomento 11 de la capital, y que filtra toda la relación de la ciudad con el exterior.

En cambio, las relaciones lejanas y soñadas, en el espacio y en el tiempo, nutren la esperanza de los castrofortinos. París es su referente actual, del que le llegan libros y revistas y en definitiva el deseo imaginario de modernidad, y desde la remota Éfeso llegó un día Argimiro, mítico fundador de la ciudad, con el ara de Diana y la compañía de las lampreas, y más adelante el Santo Cuerpo Iluminado, la reliquia de Santa Lilaila que anima al pueblo, y que congregó aquí por segunda vez a las lampreas benefactoras.

Pese a sus diferencias, la continuada y forzosa convivencia entre castrofortinos y godos ha hecho que todos los habitantes tengan en común el mismo carácter cerrado a lo exterior, y cuando un problema compartido por todos los ensimisma, la ciudad se aísla tanto que se eleva por los aires, separándose por completo del mundo real.

Está claro que las características físicas y las relaciones topológicas con las que es descrito el lugar simbolizan, y con ello las refuerzan, otras características y relaciones.

Dentro de la ciudad, los lugares localizados se reducen a lo mínimo necesario para la acción: la Rúa Sacra, por la que se sube a la Colegiata; la Casa del Barco, con su bajada al Baralla y su pasadizo que la comunica también con la Colegiata; la Plaza de los Marinos Efesios, donde se alza la gran estatua del Almirante Ballantyne, que desde allí, por encima de los magnolios, otea el horizonte más allá de la ría, y seguramente Más Allá de las Islas; y, allí mismo, la pensión del Espiritista y sus distintas plantas jerarquizadas, cuyo ínfimo peldaño, aunque es el más distante del suelo, ocupa Bastida; la Alameda, con la plazoleta que alberga el busto del Vate Barrantes, en un rincón de la rosaleda, y con la barandilla que protege de la caída al abismo del río; los claustros de Santa Clara, y poco más.

Y el Pazo de Bendaña, ajeno a la ciudad, simbólicamente enfrentado a ella, y en especial a la Casa del Barco, como lo están las familias y las sociedades a las que representan.

Se trata en todos los casos de lo que al hablar de paisajes urbanos se conoce como hitos, y cumplen la función orientadora que éstos tienen en una ciudad. Los hitos urbanos poseen además muchas veces un valor simbólico añadido, porque encarnan valores apreciados colectivamente. Así ocurre en nuestra novela, explícitamente con las estatuas de los héroes locales, implícitamente con el enfrentamiento de los dos pazos.

Esto es así tanto para los espacios urbanos como para los privados. Continuamente se relacionan unos con otros y con los caracteres y circunstancias de los personajes. Sirva de ejemplo, muy al principio del libro, la presentación de José Bastida, contrapuesto en figura y suerte al seminarista don Manolito; antes de que nos sea descrita la habitación del primero sabemos, por contraste con la del segundo, mucho sobre ella:
...el cuarto de don Manolito (...) estaba en el primer piso, era claro y espacioso, no olía a letrina, tenía buenos muebles anticuados y un mirador que daba a la Plaza de los Marinos Efesios. Sus ventanas caían justamente encima de las copas de los magnolios, y, cuando los podaban, emergía en el centro, como un susto, la cabezota del Almirante, la cabezota de la estatua, quiero decir, con el bicornio puesto y la mano sujetándolo, más o menos verde según que el tiempo fuese seco o lluvioso.
Y en este breve párrafo nos ha situado ya la pensión en la ciudad, y nos presenta, siquiera en efigie, a uno de los héroes fundamentales.

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